Don Virgilio no era mal hombre. Después del arduo trabajo de todos los días, se arreglaba para ir a dar con algunos de sus paisanos a la taberna de Leocadio. Tocado con sombrero de fieltro canelo y acicalado, fumaba en su cachimba de brezo la picadura de tabaco que su mujer le compraba en la venta de Leocadia. Allí, reunidos alrededor de la mesa de tea cuadrada y sentados en pequeñas banquetas redondas de tres patas, jugaba Don Virgilio y sus paisanos las partidas de envite ayudado de las señas que caracterizan a este juego de cartas, conjuntamente con el sonoro estilo bullanguero. Las complicidades del juego hacían caldear el ambiente y, a la par, sacaban a colación alguna que otra conversación acerca de las cosechas y los terrenos.
Parecía que todo lo que tenía Don Virgilio era de superior calidad y mayor que sus conciudadanos. Si recogía una cosecha de “bubangos”, los de Don Virgilio eran los mejores y los más cumplidos. Si recogía millo de sus maizales, él recogía una cantidad más vasta en kilos que la de los otros. Si de boniatos se trataba, los de Don Virgilio eran mejores y mucho más grandes. Y no, no era mal hombre Don Virgilio. En su interior pareciera que lo que tenía era esa condición de arrogancia transportada a las mejores cosechas y las mejores tierras, ni más ni menos. Lo único es que Don Virgilio era un poco altivo, no llegando a caer en la auténtica soberbia.
Hete aquí que a Don Virgilio se le presentó la oportunidad de ampliar el terreno en dónde cultivaba sus productos. Un compadre de su mujer había decidido venderle un trozo de huerto, ya que lindaba con el terreno de Don Virgilio. Y éste no lo dudó y lo compró con unos ahorrillos que tenía hacía algún tiempo. Cuando a la semana siguiente volvió Don Virgilio a la acostumbrada partida de los viernes, sus amigos de mesa le preguntaron por las condiciones y el tamaño del nuevo huerto adquirido. A lo que Don Virgilio contestó que podía sembrar en él varios quintales de papas. Dando a entender que sacaría también una mayor cosecha que la que hasta el momento había obtenido, dado que el terreno, según su apreciación, se le había duplicado.
Don Cipriano, amigo de Don Virgilio, y que participaba asiduamente de las partidas de envite, instó a éste a que le mostrara el trozo de terreno recién adquirido. Y así quedaron para verlo. Y allí fueron ese fin de semana los dos paisanos para ver el terreno sobre el propio terreno. Cuando llegaron al lugar, Don Cipriano nada dijo a la vista del terreno recién adquirido, pero conociendo cómo conocía a Don Virgilio era de esperar lo que sus ojos vieron.
Llegando Don Cipriano al siguiente viernes a la cantina y estando ausente Don Virgilio por esta vez, sus compañeros de juego le instaron a que diera norte del cacho de terreno que Don Virgilio había adquirido y que, el día señalado, había visto con sus propios ojos. Así cómo las medidas y las lindes. Don Cipriano no tuvo otra mejor respuesta a sus paisanos que la de: “Cómo será la laguna que el chancho la cruza al trote”. Pareciera que Don Virgilio tuviera algún que otro delirio de grandeza y que de vez en cuando se enquistaba en su pedantería. Lo que comúnmente llamamos por aquí como un hombre alabancioso.
CONCLUSIÓN:
Todos los allí reunidos y algún que otro paisano más, sabían que el cerdo (chancho), al tener unas patas cortas y un cuerpo grueso y casi a ras del suelo, su movimiento es pesado y algo torpe. Es más, casi no puede corretear y si lo hace, es a costa de un gran esfuerzo. No llega muy lejos el cerdo (chancho) correteando. (Otra cosa es “ Babe el cerdito valiente”, que al ser pequeño es mucho más habilidoso y salta y brinca por doquier).
O sea que, el trozo de terreno que había adquirido Don Virgilio era tan escaso que la gran cosecha soñada en quintales de papas no era real. Lo más que podía alcanzar ese terreno que Don Virgilio recién había comprado, era a que el cerdo (chancho) se “revolcara” en él.
Un poquito fanfarrón sí que era Don Virgilio.
Esta vez me he alargado un poco más. Pido mis disculpas.Saludos.
Tanci